martes, 15 de mayo de 2012

TIERRA PROMETIDA


Deuteronomio 1: 20 Entonces os dije: habéis llegado al monte del amorreo, el cual Jehová nuestro Dios nos da
Deuteronomio 1: 26 Sin embargo, no quisisteis subir, antes fuisteis rebeldes al mandato de Jehová vuestro Dios.

Israel había llegado a las puertas de la Tierra Prometida. El momento había llegado. Después de permanecer tantos siglos en servidumbre en Egipto, finalmente parecía que estaba por cumplirse una de las promesas de nuestro Señor. ¡Estaban a las puertas de la tierra prometida! Dios mismo se las había prometido. ¿Qué faltaba, pues, para tomarla?

Pues faltaba un corazón dispuesto. A los israelitas les faltó fe, fe en Dios para avanzar y tomar esa tierra. El corazón les desfalleció, cuando observaron las dificultades que enfrentarían al tomar esa tierra. Los enemigos eran poderosos, y estaban bien pertrechados para la guerra, y bien entrenados para pelear. Y ellos, simples campesinos, ya se veían, sobrepasados y vencidos por esos poderosos hombres de guerra. Así que fueron rebeldes al mandato de Jehová, y se replegaron.

Reflejémonos ahora nosotros mismos en esos corazones pusilánimes. Tenemos muchas veces la promesa de Dios, de que nos dará algo, si actuamos con fe y valor. Nos promete, por ejemplo, darnos un buen matrimonio, en el cual podremos procrear hijos obedientes y buenos cristianos, con solo obedecer los lineamientos que Él ha establecido. Que podemos prolongar el matrimonio “hasta que la muerte nos separe”. Y cobardemente, preferimos muchas veces abandonar a nuestra compañera, o nuestro compañero, a mitad del camino. Porque es más fácil dejarle, y comenzar con una nueva pareja, que nos ofrece placeres renovados, en vez de luchar junto a la pareja para vencer las dificultades que se han presentado.

Y así, matrimonios que tenían la oportunidad de llegar sana y felizmente hasta el final de sus vidas se separan, desconfiando de Dios, que les dio la absoluta seguridad de que podían resolver juntos todas las dificultades que se les presentaran. Desoyendo y rebelándose a los lineamientos del Señor, se rebelan a esa promesa; comienzan una nueva aventura con esa nueva pareja, para darse cuenta, algunos años más tarde, que han llegado nuevamente a situaciones sin aparente solución, que les hacen pensar en un nuevo divorcio.

Démosle más valor a las promesas que Dios ha dejado para nuestras vidas.

RESTAURACIÓN


Mateo 5: 34, 37
…por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y ahí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja ahí tu ofrenda delante del  altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven,  y presenta tu ofrenda.
Éxodo 20: 7
No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano.



Si alguien tiene algo contra ti...

Voluntaria o involuntariamente, transitamos por la vida infringiendo daño: con frecuencia, a gente que nos confió, y en situaciones en las que se requería cierta cercanía para cometer el daño. Probablemente no nos hubiéramos podido acercar lo suficiente sin que el otro bajara sus defensas, sin que nos dejara acercar. Luego, al daño causado debemos añadir la traición.

Es fácil alejarse del problema causado. Basta evitar el contacto con esa persona. Basta esconder la cabeza en la arena, y, como el avestruz, dejar afuera la inmensa mole del cuerpo. Y razonar: ya no veo el problema, luego ya no existe.

La realidad es que causamos un problema, infringimos un daño, y nuestro nefando y cobarde proceder deja secuelas que siguen afectando a alguien, probablemente a un ser querido.

La realidad es que ese proceder sigue ahí, cargado a nuestra cuenta, en la contabilidad de esa persona, de la sociedad, de la vida... y de Dios.

Decidámonos a vivir de acuerdo a lo que parecemos ser: hombres y mujeres. Seamos íntegros, honestos, cabales, probos. ¿Causamos un daño de tipo material, espiritual, anímico, social? pues levantémonos del fango en donde voluntariamente nos escondimos con traición y cobardía; gritemos: ¡sí, fui yo!. Y respondamos al daño.